Hoy celebramos la Dedicación de la Basílica de Letrán en Roma. De las lecturas podemos tener un sentido de la importancia de la fiesta. En el antiguo testamento, el profeta dice,

“Por debajo del umbral (del templo) manaba agua hacia el oriente…” (Ez 47:2)

El manantial de agua no era un fenómeno natural. El profeta camina mil codos (unos quinientos metros) y el agua llega a los tobillos. Va otros mil y llega a las rodillas. Otros mil y está hasta la cintura. Finalmente, otros mil y está tan profunda que solo se puede cruzar nadando.

El río maravilloso contiene una abundancia de peces y en sus bancas crece toda clase de árbol. Y unos árboles tienen hojas que sirven como medicina. (v.12) El agua que fluye del santuario tiene gran poder.

Como el profeta Ezequiel, Jesús puso mucha importancia en el templo. Lo llamó “casa de mi Padre.” (Jn 2:16) Mas que nadie, él cumplió las palabras, “El celo de tu casa me devora.”

Es verdad que para nosotros los cristianos, el nuevo enfoque de culto no es el templo sino del Cuerpo de Jesús. (Jn 2:21) El entero significado de la Misa es que por el poder del Espíritu participamos en su muerte sacrifical. Sin embargo, necesitamos un edificio físico, un espacio separado, para hacer el acto sagrado.

La fiesta de hoy honra un templo específico, no el más grande ni el más bello en la cristiandad. No obstante, por ser la catedral de Roma, lleva el título, Omnium urbis et orbis ecclesiarum mater, et caput. La madre de todas las iglesias en la ciudad y en el mundo – y su cabeza.

En un tiempo de desintegración social y moral – que ha dejado heridas profundas en el Cuerpo de Cristo – debemos sumergirnos en aquel río que sana – fluyendo de la casa de Dios.

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